Captura de pantalla 2024-07-18 202306

El aspirante a asesino hizo seis disparos en 1,7 segundos, con lo cual estuvo a punto de segar la vida de un mandatario de Estados Unidos y modificó la trayectoria de su presidencia.

Ocurrió en una sosa tarde de marzo en 1981. El presidente Ronald Reagan salía del hotel Hilton de Washington tras pronunciar un discurso ante un grupo sindical cuando John W. Hinckley Jr. abrió fuego con su revólver calibre .22.

Al escucharse los disparos, los agentes del Servicio Secreto rodearon al mandatario, y uno de ellos lo empujó a la limusina que aguardaba, pero no antes de que una de las balas impactara a Reagan en un costado.

Lo que trascendió en las siguientes horas se convirtió en material de leyenda presidencial y política. La vida del presidente de 70 años se salvó gracias a las veloces acciones del agente del Servicio Secreto que encabezaba a sus escoltas, así como por la destreza del personal médico del hospital de la Universidad George Washington. La valentía de Reagan durante esas tensas horas consolidó aún más su relación —y prestigio político— con el público estadounidense y modificó la forma en que encaró su trabajo a lo largo de los siguientes ocho años.

A primera vista, los paralelismos entre ese suceso de 1981 y lo ocurrido el sábado en Butler, Pensilvania, cuando un hombre armado le disparó al expresidente Donald Trump, son sorprendentes. El individuo efectuó varios disparos mientras Trump hablaba en un mitin, y el exmandatario fue alcanzado por una bala en la oreja derecha. El virtual candidato presidencial republicano se arrojó detrás de un atril mientras los agentes lo cubrían con sus cuerpos para protegerlo. En lo que seguramente será un momento icónico, un Trump ensangrentado alzó un puño desafiante ante la multitud mientras los agentes lo sacaban rápidamente del escenario.

“Me di cuenta inmediatamente de que algo andaba mal al escuchar un zumbido, disparos, y de inmediato sentí la bala perforando la piel”, declaró en un comunicado.

La campaña de Trump dijo que él estaba “bien” tras ser examinado en una instalación médica del área. Las autoridades trabajan para dilucidar qué fue lo que ocurrió en Butler.

Tal y como aprendió el público en las horas que siguieron al intento de asesinar a Reagan, los reportes iniciales pueden estar equivocados. Sólo mucho después se percató la población de lo cerca que estuvo Reagan de fallecer ese día: su vida dependió de una decisión tomada en una fracción de segundo y poco más de un par de centímetros de diferencia.

Reagan sólo llevaba 70 días de su primer mandato cuando salió del Hilton de Washington el 30 de marzo luego de pronunciar un discurso ante un sindicato y se acercó a la limusina que lo esperaba a las 2:27 de la tarde. Hinckley, de 25 años, era un hombre atormentado que quería matar al presidente con la esperanza de impresionar a la actriz Jodie Foster. Esa tarde no podía creer que tuviera tanta suerte: de alguna forma se halló de pie detrás de una cuerda en una multitud de espectadores y periodistas —todos ellos sin haber sido revisados por el Servicio Secreto— a sólo 4,5 metros (15 pies) del mandatario.

Sacó su revolver y disparó.

Su primera bala se incrustó en la cabeza del secretario de prensa de la Casa Blanca, James Brady, y la segunda alcanzó en la espalda a Thomas Delahanty, agente de la policía de Washington.

Al escuchar los disparos, el agente Jerry Parr del Servicio Secreto agarró a Reagan y lo empujó hacia la puerta abierta de la limusina blindada. La tercera bala de Hinckley pasó por encima de todos. La cuarta se estrelló en el pecho del agente Tim McCarthy, también del Servicio Secreto, mientras él permanecía entre el presidente y el hombre armado.

El quinto balazo fue a dar al cristal blindado de la limusina. La última bala de Hinckley rebotó en un costado del vehículo, adquiriendo forma de una moneda de diez centavos y alcanzando a Reagan a 12,7 centímetros (5 pulgadas) por debajo de su axila izquierda. Parr se arrojó delante del presidente, y la puerta se cerró de golpe. Parr ordenó que la limusina se dirigiera a la Casa Blanca.

Parr no sabía que Reagan había sido baleado. Pero cuando el presidente se quejó de dolor en el pecho y Parr se percató que tenía sangre espumeante en los labios, el agente ordenó que la limusina se dirigiera al hospital de la Universidad George Washington. Allí, Reagan insistió en caminar por sí mismo al interior del hospital, pero se desplomó en el vestíbulo.

Médicos y enfermeras localizaron sus heridas. Sin embargo, no podían detener la hemorragia, por lo que un equipo de cirujanos se vio obligado a operar para contenerla. El mandatario perdió más de la mitad de su sangre ese día antes de que el sangrado pudiese ser controlado. Los cirujanos retiraron la bala alojada a sólo 2,5 centímetros (1 pulgada) de su corazón.

Según se explica en mi libro Rawhide Down: The Near Assassination of Ronald Reagan, el tiroteo generó una enorme solidaridad del público estadounidense hacia Reagan, que pasó 13 días en el hospital antes de volver a la Casa Blanca. Pero hizo algo más: forjó un vínculo entre el presidente y la población. Habían visto a un mandatario que actuó con gallardía y valentía. Se enteraron que había bromeado con sus doctores y enfermeras mientras luchaban por salvarle la vida, y procuró aliviar la ansiedad de sus seres queridos.

Mientras yacía sobre una camilla en traumatología, con una sonda en el pecho que drenaba sangre de su costado, Reagan intentó tranquilizar a su esposa Nancy con una ocurrencia.

“Cariño, se me olvidó agacharme”, le dijo, tomando prestada una frase que el boxeador Jack Dempsey le dijo a su esposa tras perder el campeonato de los pesos pesados en 1926.

Bromeó con asesores mientras era trasladado en una camilla hacia la sala de operaciones. Y justo antes de que lo anestesiaran para la cirugía, les dijo a sus cirujanos en son de broma: “Espero que todos ustedes sean republicanos”.

La Casa Blanca se apresuró a que esas frases fueran entregadas a la prensa. Tal y como escribiría el periodista político David Broder del Washington Post dos días después: “Lo que le ocurrió a Reagan el lunes es la sustancia de la que están hechas las leyendas”.

Tres décadas más tarde, Broder sostuvo esa evaluación. “A partir de ese momento fue políticamente intocable”, declaró en una entrevista. “Se convirtió en un personaje mítico”.